miércoles, 24 de abril de 2013

Y, DESDE ENTONCES, CASTILLA, NO SE HA VUELTO A LEVANTAR

No fue una batalla de dimensiones épicas, pero marcó a fuego el devenir de España. Hace 492 años, la localidad vallisoletana de Villalar fue testigo de la sangrienta contienda en la que los soldados de Carlos I aplastaron sin piedad al ejército comunero, contrario, entre otras cosas, a un rey que consideraban inexperto y que anteponía las necesidades alemanas a las españolas
De esta forma, la contienda supuso el principio del fin de la Guerra de las Comunidades de Castilla, un conflicto que, a base de pica y arcabuz, tuvo en jaque al ejército del rey durante más de un año. Sin embargo, todo acabaría con la decapitación de los principales líderes comuneros capturados en Villalar. En este caso, y tras la masacre de un millar de soldados revolucionarios, no hubo piedad para los considerados como traidores.

El rey más odiado

Para hallar los orígenes de la revolución comunera es necesario retroceder nada menos que hasta 1516. En este año, y con apenas 16 veranos a sus espaldas, Carlos I informó a España de que tenía intención de coronarse rey. No obstante, la llegada de este monarca –educado en Gante (Bélgica)- y sus posteriores medidas económicas encenderían la mecha de la revolución.
«La llegada de un bisoño monarca “extranjero”, que apenas sabía hablar español, generó gran inquietud en las ciudades castellanas. Ya por entonces, el ambiente político estaba demasiado enrarecido a los vaivenes sucesorios, capaces de minar considerablemente la lealtad de los súbditos», determina el doctor en Historia Contemporánea Enrique Berzal de la Rosa en su libro «Los comuneros. De la realidad al mito».
A partir de ese momento, el joven rey comenzó a ser objeto de burlas. De hecho, y según se afirma en documentos de la época recogidos por Berzal, de él se decía que tenía «una mandíbula muy pronunciada» y que «miraba como un idiota». Al parecer, y ya en el SXVI, los españoles no perdían la oportunidad de hacer una buena broma.

España entera se siente comunera

Finalmente, la situación terminó explotando en 1520 en Toledo, donde cientos de ciudadanos se amotinaron contra las decisiones del Rey. De este territorio, la revolución se expandió hasta varias ciudades. No obstante, el mayor grado de violencia se alcanzó en Burgos y Segovia. De hecho, en esta última se llegó a asesinar a golpes y colgar de los pies a varios partidarios de Carlos I. Pronto, algunos núcleos de población como León y Ávila se unieron a los comuneros. La guerra acababa de comenzar.
Entre las pretensiones revolucionarias más destacadas, los revolucionarios pretendían «reservar cargos públicos y beneficios eclesiásticos a los castellanos, prohibir la salida de dinero y designar a un castellano para dirigir el reino en ausencia del rey», según determina el autor. Los comuneros, incluso, llegaron a tener varias entrevistas con la reina Juana, más conocida como “la loca”, quién ofreció en principio su apoyo a la causa.
La suerte estaba echada y, tras no obtener resultados políticos, los comuneros se decidieron a entablar batalla bajo la dirección de Juan de Padilla. No obstante, en poco tiempo el movimiento perdió varios territorios de vital importancia como, por ejemplo Burgos. Sin embargo, y a pesar de los reveses iniciales, Padilla logró dar un golpe de efecto y conquistar el castillo de Torrelobatón (en Valladolid), un enclave de gran importancia táctica y donde, para su desgracia, se iniciaría el declive de la revuelta.

Un error mortal

La conquista del castillo de Torrelobatón hizo enfurecer a los realistas que, ávidos de venganza, comenzaron a reunir un gran ejército con el que sitiar la fortaleza. «La unión de los (…) ejércitos realistas era una amenazadora realidad para los acantonados en Torrelobatón. El condestable pasó revista a 6000 infantes y 2400 jinetes. En las tropas de Padilla no tardó en cundir la inquietud», señala el historiador en el texto.
Por su parte, Padilla contaba con 6000 soldados, entre ellos 400 lanzas y 1000 escopeteros, una cantidad que no consideraba adecuada para enfrentarse a los realistas, a los que el terreno ofrecía grandes ventajas. Por ello, y tras unos días de duda, decidió partir hacia la ciudad de Toro donde, con la población a su favor, pretendía resistir hasta la llegada de refuerzos.
No obstante, la tardanza en abandonar el lugar hizo que el ejército del Rey se terminara de formar e iniciara su persecución. Ahora, las tropas de Padilla trataban de huir a marchas forzadas a través de la campiña española mientras sus enemigos les pisaban los talones.
«Su salida a Toro resultó un desastre. Enterados por medio de los escuchas y corredores de campo, el condestable y el almirante (líderes realistas) no tardaron en abalanzarse sobre su ejército», explica Berzal. Para poder parar su avance, los seguidores de Carlos I enviaron a sus jinetes con órdenes de interceptar a las tropas de Padilla y detenerlas el tiempo suficiente hasta la llegada de la infantería.

Comienza la batalla

«Les dieron alcance en una campa próxima a la localidad vallisoletana de Villalar, concretamente en el lugar denominado Puente de Fierro, sobre el arroyo de los Molinos, un terreno muy pegajoso y fangoso», añade el historiador. Para desgracia de Padilla, cuando la caballería realista les divisó el 23 de abril, sus tropas se encontraban extenuadas y entorpecidas por el barro.
Los jinetes del Rey, por su parte, no tuvieron piedad. Sabedores de su ventaja, no dudaron ni un minuto y cargaron contra la retaguardia de las tropas comuneras, que no tuvieron tiempo de formar para hacer frente a su nuevo enemigo y cayeron a cientos bajo estocadas y caballos encabritados. La contienda se había decidido antes de comenzar.
A su vez, y a sabiendas de que la derrota estaba asegurada, muchos soldados de Padilla destruyeron las cruces rojas que portaban (uno de los símbolos que les distinguían) para cambiarlas por otras similares, pero blancas (señal de que se habían pasado al bando realista).
A pesar de todo, varios oficiales combatieron hasta el último aliento. «Padilla desoyó las voces que le instaban a la retirada. “No permita Dios que las mujeres digan en Toledo que traje a sus hijos y esposos a la matanza y yo me salvé huyendo”, cuentan que dijo», explica el historiador.
Así, Padilla espoleó a su caballo y, acompañado de otros militares, hizo una última carga que provocaría su captura. «El apresamiento de Juan de Padilla aparece relatado de manera casi idéntica en las crónicas al uso: acompañado de 5 escuderos, se adentró al galope y con furia contra las tropas enemigas (…) al grito de ¡Santiago, libertad!», añade Berzal.
Finalmente, y tras pocas horas, llegó la infantería del ejército realista con la intención de entablar combate. Lo que desconocían era que el enemigo ya había sido derrotado por la avanzadilla, la cual había causado aproximadamente un millar de bajas y había capturado, además de a Padilla, a Juan Bravo y Pedro y Francisco Maldonado (tres conocidos líderes de la revuelta).

Decapitación

Tras la derrota, los prisioneros fueron trasladados a Villalar, donde se llevó a cabo un juicio en el que se les condenó a pena capital: morirían decapitados ese mismo día por ser capitanes comuneros. Sólo se salvó Pedro Maldonado que, sin embargo, fue ejecutado en Simancas algunos meses después.
Justo antes de ser ajusticiados, los líderes comuneros protagonizaron una última anécdota que quedaría grabada en la Historia. «Como Juan Bravo oyó decir (…) que los degollaban por traidores, volvióse al pregonero verdugo y díjole: “Mientes (…); traidores no, mas celosos del bien público sí, y defensores de la libertad del Reino. (…) Y entonces Juan de Padilla le dijo: Señor Juan Bravo, ayer era día de pelear como caballero, y hoy de morir como cristiano”», recoge en un texto de época el historiador. 

http://www.abc.es/archivo/20130424/abci-villalar-revolucion-comunera-201304232104.html